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EXTRANJERO… ¿HASTA CUANDO EXTRANJERO?

  • cpftherapist
  • 7 jun 2021
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 7 jun 2021

La condición de emigrante no es algo que se supera automáticamente al pasar un cierto número de años en el país adoptado. No es algo de lo que nos graduamos.​​


Es por el contrario, un proceso lento y doloroso, que pasa por un desprendimiento paulatino de los lazos que nos atan a nuestra tierra y a nuestros afectos. Es un proceso complejo en el que están en juego múltiples sentimientos.


Cuando uno deja atrás la tierra que nos vio nacer y crecer, y la emigración es motivada a situaciones político/económicas, seguridad por la vida, o protegiendo el futuro de nuestros hijos, el dolor es aún más pronunciado. Dificultades de la emigración tales como: conseguir los papeles, tener que empezar de nuevo como desconocidos, muchas veces renunciar a nuestra profesión –que nos dio una identidad-, separar las familias y dejar seres queridos atrás, el idioma nuevo, el choque de culturas, complican y profundizan nuestro status de emigrantes y nos hacen sentir que todo es extraño, recordándonos a cada instante que no pertenecemos. Y miedos al futuro incierto, a que nuestros hijos no se parezcan a nosotros y no nos podamos conectar con ellos, que en realidad son miedo al cambio.


Intentamos protegernos de ese dolor de muchas maneras. Una de ellas es formando una burbuja en la que dejamos entrar solamente a los nuestros. Creamos así un mundito que asemeja al que dejamos, en el que nos manejamos –dentro de lo posible-, como si siguiéramos viviendo en nuestra patria de origen. Hablamos en nuestro idioma, vivimos como solíamos hacerlo allá. Nuestros hijos juegan con los hijos de nuestros amigos, y en fin, intentamos recrear así nuestro pasado, un poco como dándole la espalda a la nueva realidad. Como dice el cantautor Franco De Vita: ‘no somos de aquí ni de allá’.


Por evitar sentir que no pertenecemos, y sin darnos cuenta, excluimos al nativo, rechazamos al país que, a pesar de todas las dificultades que tuvimos que sortear, nos dio cobijo.


Sin embargo, llega el día en que al levantarnos el cielo se ve más azul, que empezamos a percibir de nuevo los colores, empezamos a encontrar cosas bonitas acá. Esto puede llegar a traer una oleada de culpa. Culpa por estarnos olvidando de lo nuestro, culpa de estar –a pesar de las dificultades-, en mejores condiciones que los que allá quedaron, culpa por estar tan imbuidos en nuestro día a día, tratando de lograrlo, en lugar de estar luchando por recobrar el país. Es similar a la culpa del sobreviviente de una catástrofe en la que los demás no lo lograron. A lo que se suma el que poco a poco dejamos de pertenecer allá, pues estamos empezando a ser de acá.


Y así se da con cada paso que damos en pro de construir raíces en la nueva tierra, viene el contragolpe que empuja hacia el lado contrario.


A pesar de todo, poco a poco las cosas van mejorando. Cuando entendemos que adaptarnos no implica ser infiel a lo que dejamos, y que al traer lo nuestro y aceptar lo nuevo podemos enriquecer nuestra vida.


Los duelos son parte del camino. En la medida que ganamos nuevas experiencias, nuevos afectos, nuevos amigos, nuevas oportunidades, perdemos otras. Es parte de nuestra condición de humanos.



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Clara P Fleischer.

 
 
 

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